Que había terroristas entre las víctimas -mortales o no- de la masacre que dirigió Fujimori en el penal Castro Castro, los había. Y merecían cumplir la condena que se les había impuesto. Pero ningún crimen podía quitarles el derecho de no ser asesinados por el Estado. Saddam Hussein era un criminal, y como tal merecía un juicio justo. Aplicar así la pena de muerte convierte a la persona en objeto, en un símbolo de venganza, de martirio, de liberación, de victoria, de lo que sea, pero dejando de ser persona, ser humano. Y nadie tiene por qué decidir cuándo alguien deja de ser persona. Muy aparte de estas consideraciones, la muerte de Hussein tiene una oscura motivación que apunta hoy Javier Ortiz en su blog Apuntes del Natural:
¿En qué medida este juicio no ha sido llevado a sus últimas e irreversibles consecuencias para impedir que hubiera más juicios sobre lo sucedido en Irak durante la presidencia de Husein? (...) Todo el mundo recuerda (o no, porque la memoria colectiva es fragilísima) que el régimen de Husein lanzó una guerra brutal contra Irán, que contó con el beneplácito y el apoyo político, diplomático y militar de Washington y Moscú, guerra que resultó un fiasco, pero en la que el ejército iraquí se sirvió, lo mismo que en sus campañas contra el pueblo kurdo, de armas químicas proporcionadas por sus aliados occidentales.
Y, claro, si esos crímenes se juzgaran, podría ser que algunas grandes potencias, de ésas que ahora ocupan Irak, tuvieran que dar algunas explicaciones enojosas. Y a lo peor algunos de sus ex dirigentes se encontrarían en la desagradable tesitura de acompañar a Sadam Husein en el cadalso.